En su segundo mandato, el presidente Donald Trump ha reafirmado su enfoque económico basado en el nacionalismo productivo, el desacoplamiento de economías dependientes como la china, y la reindustrialización estadounidense. Esta estrategia, que ya mostró resultados sólidos en su primer gobierno, se consolida hoy como un modelo que prioriza la soberanía económica y el empleo nacional por encima del consenso globalista.
Durante su primer mandato, Donald Trump transformó radicalmente la relación entre Estados Unidos y los mercados. A través de una política económica centrada en el proteccionismo, el nacionalismo productivo y la desregulación interna, logró impulsar el crecimiento y la confianza empresarial dentro del país. Ahora, en su segundo mandato, estos pilares se han reforzado con una agenda más ambiciosa: relocalización industrial, control migratorio férreo y ruptura con los organismos multilaterales que, a juicio de su administración, han debilitado a la clase trabajadora estadounidense.
La combinación de recortes tributarios, confrontación con China, desregulación energética y reformas comerciales se ha consolidado como el corazón del “America First económico”. Los mercados domésticos responden con entusiasmo: altos niveles de inversión, manufactura en crecimiento y un consumo interno robusto. Sin embargo, a nivel global, esta estrategia continúa alimentando un clima de incertidumbre.
Una de las mayores rupturas de la era Trump fue su rechazo al multilateralismo económico. El abandono definitivo del TPP, la renegociación del NAFTA para dar paso al T-MEC y la revisión de tratados bilaterales con Europa, Japón y Corea del Sur han marcado un retorno al comercio basado en la fuerza relativa. Estados Unidos ya no negocia como garante del sistema, sino como potencia dominante.
Este cambio ha tenido efectos inmediatos: empresas que antes deslocalizaban producción a países asiáticos están regresando a EE.UU., incentivadas por aranceles y beneficios fiscales. No obstante, también ha traído consigo choques diplomáticos y fricciones con potencias que antes eran aliadas estratégicas, como Canadá o Alemania.
En paralelo a la política exterior comercial, Trump ha profundizado la línea de desregulación iniciada en 2017. Su gobierno ha recortado miles de normas en sectores como energía, agricultura, servicios financieros y telecomunicaciones. Estas medidas, junto con incentivos fiscales, han devuelto confianza a las grandes y medianas empresas, que perciben un entorno más favorable para expandirse.
La visión trumpista de mercado es clara: menos burocracia, más iniciativa privada. Esto ha generado elogios por parte de cámaras empresariales y bolsas de valores, pero también advertencias de sectores progresistas que temen efectos colaterales en el medio ambiente, la seguridad laboral y la desigualdad.
Quizá la tensión más estructural del modelo Trump radica en la contradicción entre el nacionalismo económico y el carácter global del capital. Mientras el gobierno apuesta por relocalizar industrias y limitar las importaciones, los flujos de inversión siguen buscando estabilidad y certidumbre a largo plazo. Esta disonancia se ha traducido, en momentos clave, en episodios de volatilidad bursátil o presión sobre la Reserva Federal.
Pero el mensaje del presidente es firme: el país no debe supeditar su política económica a los deseos de los mercados internacionales ni de foros multilaterales que no rinden cuentas al votante estadounidense.
El modelo económico de Donald Trump no solo ha redefinido el rol de Estados Unidos en los mercados, sino también el concepto mismo de liderazgo económico en el siglo XXI. Su éxito interno es innegable: recuperación industrial, bajos niveles de desempleo, e impulso al consumo. Sin embargo, su impacto sobre el orden global sigue siendo ambivalente.
¿Es posible mantener la primacía estadounidense desafiando los marcos de gobernanza global? ¿Puede una economía tan interconectada funcionar sobre la base de tratados bilaterales y prioridades soberanas? El segundo mandato de Trump promete seguir poniendo a prueba estas preguntas. Y los mercados —en Wall Street y más allá— siguen tomando nota.